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TIEMPO PRISIONERO

ALEJANDRO MARTÍNEZ PARRA

 

Gritos de barro

Sobrecoge pensar que cada uno de nosotros acumula millones de imperceptibles capas de pasado, de instrucciones genéticas, de avatares moleculares. Tantas, como años de pacientes construcciones en inaccesibles interiores, sumándose y derivando hacia combinaciones inesperadas. Se podría decir que cada uno hemos llegado a poseer, de este modo, una sabiduría inmensa, desbordante, automática. Aprender a observar esa memoria acumulada en los seres vivos me parece, por momentos, que es una de las capacidades, y quién sabe si obligaciones, más emocionantes y extraordinarias del ser humano. En esa emoción la ciencia y el arte se dan la mano. Gritos de Barro es un gesto por desvelar, aunque tan sólo sea por una fracción insignificante de conciencia, algo de esa invisible sabiduría..., es la “fabricación de una “llave”, una llave hacia lo que yace, vivo, en lo más profundo de la materia y que, por eso mismo, nos pertenece y no nos pertenece a la vez... A.M.P.

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Alejandro Martínez Parra. El arte involuntario.

 

Resulta emocionante volver a trabajar con Alejandro después de tantos años, un reencuentro que nos permite retomar un diálogo interrumpido. La conversación se despliega y repliega como un acordeón. Va de la visión de conjunto de todo el proyecto a la singularidad de sus piezas y se materializa de varios modos, por teléfono, por correo, comiendo, o en una versión peripatética donde nos movemos por el espacio del Carex mientras hablamos de todo y nada. O lo que es casi lo mismo, mientras hablamos de arte, esa forma de estar en el mundo que él practica de manera explícita. No digo "forma de mirar el mundo", sino forma de estar presente en éste, eso que podríamos llamar una filosofía de vida. Para Alejandro no se necesita ser un artista para hacer arte, una afirmación que tiene dos sentidos. Por un lado, libera a los supuestos artistas de la necesidad de crear o de ser reconocidos, solo y siempre, en la esfera profesional del arte. Por otro, abre la puerta a expandir las fronteras de lo artístico más allá de la intencionalidad, y las abre para todos. Esa creencia, casi un dogma de fe desde la segunda mitad del siglo XX, no tiene, en su caso, resonancias historicistas o ingenuas, ni se entiende como un juego de palabras. Es algo que podemos comprobar todos los días, si estamos un poco atentos.

 

Me lleva a una mesa que contiene material pedagógico donde me muestra lo que denomina “esculturas que usted mismo puede hacer”, ejemplo perfecto de esculturas involuntarias. Más allá hay unos “dibujos que usted mismo puede hacer”. Estar atento esta posibilidad de mirar entrelíneas, que a veces es producida por los artistas, pero otras por cualquiera de nosotros, aporta a la vida lo que Alejandro llama, en un momento de la conversación, temperatura, excitación. El arte nos permite vibrar frente al mundo, frente a las cosas. Ir en busca de este hallazgo dota al arte y a la vida de una cualidad enigmática. Hay personas, supuestos artistas y supuestos no artistas, que no pueden evitar estar todo el tiempo en esta búsqueda. Les determina como una pulsión. También es importante señalar que esta inclinación puede desarrollarse con el aprendizaje. No es un patrimonio de personalidades extraordinarias.

 

Le recuerdo las clases de dibujo que me dio hace años, durante un corto periodo de tiempo. Uno de los ejercicios consistía en que él me daba, por debajo de la mesa, un objeto que yo no veía y mi misión era dibujarlo a partir del tacto. Pienso que esa cualidad enigmática emerge en el lapso entre lo que no se ve, pero se toca. El resto cae por su propio peso: ¿Cómo no trasladar este enigma, precisamente, a ámbitos alejados de lo artístico? ¿Cómo resistirse a la llamada del camuflaje? ¿Cómo no infiltrarse para provocar interferencias que operen inadvertidamente? ¿Cómo no estar atentos a las perturbaciones que ya se están produciendo a nuestro alrededor?

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